“Dígame doctora, entonces, ¿está estable mi madre?”.
Mientras escuchaba esa pregunta al otro lado del teléfono, me debatía sobre cuál era la mejor respuesta.
Mi paciente no había vuelto a casa desde hacía tres meses. Hasta ese momento, era una anciana sana de 90 años que vivía sola y cocinaba todas sus comidas, jugaba al tenis en el verano y se empachaba de películas en el invierno.
Pero de repente un día tuvo un fuerte dolor de espalda que la llevó a consultar de urgencia en un centro médico cercano para luego ser derivada en un viaje vertiginoso en ambulancia a la urgencia de un centro de mayor complejidad.
Tenía una grave lesión en la pared de la aorta, la arteria principal que llevan la sangre desde el corazón. En una sala de información sin ventanas, los médicos le contaron a la familia de mi paciente que debían realizar una complicada y arriesgada cirugía de emergencia, sin la cual probablemente moriría en un corto lapso.
Para gran alivio de la familia, la cirugía salió bien. Pero luego hubo varias complicaciones; primero una neumonía, luego insuficiencia renal, delirium, debilidad grave. Después de las primeras dos semanas, la paciente no había fallecido, pero tampoco se había recuperado. Dado que aún dependía del respirador, los médicos decidieron llevarla nuevamente al quirófano para realizar otra cirugía, esta vez una traqueostomía, una pequeña incisión en el cuello que facilita la ventilación mecánica. Debido a que los pacientes con traqueostomía no pueden comer por la boca, al menos no al principio, al regresar del quirófano le habían colocado otro tubo nuevo, una sonda nasogástrica de alimentación.
Stuart Bradford
Pasaron algunas semanas más en la UCI. Parecía que apenas se lograba controlar una infección, aparecía una nueva. De tanto en tanto, la paciente tenía periodos de lucidez, donde el delirium parecía alejarse; periodos en los que juntaba la fuerza suficiente para respirar sin ayuda del respirador, en los que podía hablar con su familia y balbucear respuestas de a una palabra por vez.
Su tono era un susurro tan débil que la familia apenas podía oírla.
Pero también había días en los que se la veía aterrorizada y con los ojos desorbitados, las manos atadas con sujeciones “suaves” para evitar que se arrancara la sonda nasogástrica que servía para administrarle la alimentación, esa preparación lechosa que se cuelga a la cabecera del paciente todos los días.
Un día, el equipo responsable le anunció a la familia que la paciente sería trasladada a un centro cuidados críticos prolongados. Esto era una buena noticia, le dijeron los médicos a la familia. Significaba que esa mujer tan debilitada, con delirium intermitente y que no se parecía en nada a la vivaz anciana de 90 años que había llegado a la guardia hacía algunos meses ya no necesitaba los cuidados de la UCI. Mantenían un cuidadoso optimismo.
Con el paso del tiempo, la paciente fue mostrando mejorías en este nuevo centro de cuidados crónicos. Progresivamente fue requiriendo menos tiempo el respirador, primero pudo respirar por sus propios medios durante 8 horas, luego 12, luego un día, luego dos. Finalmente, se le pudo retirar la traqueostomía y el agujero en el cuello se fue convirtiendo en una pequeña cicatriz. El delirium también se fue, dejando en su lugar una paciente con mirada perdida, como sin vida. Sus riñones también mejoraron. Pero en algún momento las cosas dejaron de mejorar. El paso del tiempo se hizo cada vez más lento. Y la paciente yacía allí, ni muerta ni realmente viva; detenida en un limbo indefinido.
Un sábado, le detectaron fiebre. Le costaba trabajo respirar. La tuvieron que intubar nuevamente, y enviarla a la UCI, donde la hija nos llamó para preguntar: "¿Está estable?".
No sabía cómo responderle. El respirador le aportaba oxígeno suficiente. La medicación intravenosa actuaba directamente sobre el corazón para mantener la presión en valores aceptables. Sus riñones funcionaban lo suficiente como para producir orina.
Pero detrás de esa fachada de estabilidad yacía una verdad mucho más dolorosa: era probable que nunca se mejorara. Con su constelación de ventilación mecánica prolongada, infecciones y delirium tenía lo que los doctores llaman “enfermedad crítica crónica”.
Su historia no es única; hay más de 100.000 pacientes con enfermedad crítica crónica sólo en los Estados Unidos; y con el envejecimiento poblacional y la mejora en la tecnología médica es probable que esa cifra siga creciendo. Los resultados de estos pacientes son llamativamente malos. La mitad de los enfermos críticos crónicos morirán dentro del año, y sólo alrededor del 10% lograrán recuperar una vida independiente al regresar a casa.
El concepto de enfermedad crítica crónica no es algo que nos hayan enseñado en la facultad de medicina, ni siquiera algo de lo que se hable mucho entre los mismos médicos. Puede ser porque muchas veces los perdemos de vista; son derivados, como en el caso de la paciente, desde el hospital hasta los centros de cuidados crónicos y luego de nuevo al hospital, acompañados por una historia clínica cada vez más abultada a medida que todo el resto lentamente se desmorona.
En los primeros momentos de la enfermedad crítica, las elecciones son relativamente simples, las apuestas altas: vives o mueres. Pero los enfermos crónicamente críticos habitan una especie de purgatorio intermedio, donde todo es incertidumbre y subsistir. ¿Cómo explicarle esto a las familias, cuando están recién respirando aliviados de que su ser querido ha sobrevivido? ¿Deberíamos utilizar las palabras “enfermedad crítica crónica”? ¿Cambiaría alguna de nuestras decisiones si lo hiciéramos? No tengo una respuesta para esas preguntas.
Me quedé en silencio esa noche con el teléfono en la mano. ¿Estaba estable mi paciente? En ese momento, se podría decir que sí. Pero con cada nuevo evento de ese estilo, y era seguro que los habría, mi paciente se alejaría más y más de la esperanza de recuperar su estilo de vida previo: vivir sola en su casa, mirar películas, cocinar. Me parecía poder ver las semanas y meses arrastrarse, un momento de calma seguido por una nueva emergencia.
Pero ese no era el momento de decirle eso a la hija, no por teléfono, no esa noche. Por lo que me limité a decirle la verdad; una verdad, al menos.
Su madre estaba críticamente enferma, pero estable por esa noche.
Rebloggeado con permiso de la autora desde The New York Times: When the patient won´t ever get better
Traducido por el Dr. Federico Carini
Médico especialista en Medicina Crítica y Terapia Intensiva (SATI / UBA). Hospital Italiano de Buenos Aires
Buenas tardes a tod@s.
ResponderEliminarLa muerte en vida. El 13 de mayo Raquel Nieto, de la que el día anterior vi su obra “Desde la habitación E008” en la Complutense de Madrid, y el 14 de mayo Daniela J Lamas, escriben desde dentro y desde fuera (pero un fuera muy próximo, yo diría de transposición) de esa “especie de purgatorio intermedio”.
Ahora que comienzo a escribir un libro de ensayos, y leyendo a Michel de Montaigne en uno de los suyos “De cómo filosofar es aprender a morir”, quiero hacer esta breve reflexión.
Montaigne tomo su idea de Cicerón, quien dijo que “filosofar no es más que aprestarse a la muerte”. Kant, ya sabeis Don Emmanuel, creador del pensamiento crítico, dijo que “la filosofía no se aprende y que solo podemos aprender a filosofar”, como de tal modo, añado yo, debemos aprender a morir desconociendo lo que es la muerte.
Para Albert Camus, el verdadero filósofo debería suicidarse, como forma de buscarle versus encontrarle un sentido al sinsentido de la vida. O para buscarle un sentido a la existencia, como lo plantea en su obra “El mito de Sísifo” (influencia palmaria del nihilismo de Nietzsche o Schopenhauer).
Pero en mi debilidad (la de mi tendencia a la Grecia Clásica) tomo al samio Epicuro cuando, citando a Diógenes Laercio dice: “La muerte no es nada para nosotros, puesto que, mientras existimos, la muerte no tiene lugar y cuando está ahí, ya no estamos”, idea que luego escribe y recrea Antonio Machado. En esta reflexión reside, creo, la filosofía moral basada en el placer hedonista de la vida y en la búsqueda de la felicidad, y que corrobora Jorge Luís Borges cuando dice: “Todos somos aristotélicos y platónicos”, olvidandose de Sócrates, posiblemente por creerlo una invención de Platón.
Cuando un problema filosófico lo resuelve una ciencia específica deja de ser un problema filosófico y pasa a ser un problema científico. Querer resolver la muerte, por consiguiente, sigue en el mundo de las HUMANIDADES.
El positivista Augusto Comte dice que: “Estudiamos filosofía porque no somos felices…….. quien estudia filosofía es porque no es feliz en la vida”. Lo dice alguien cuya madre se suicidó, y a quien la mujer de su vida falleció un año después de haberla conocido. ¿Nos marca nuestra experiencia en proximidad con la muerte? A unos mas y a otros no tanto.
Gracias.
Félix José Martín Gallardo.
swx20088@gmail.com